La desinformación y las fake news, o noticias falsas, son un fenómeno en auge desde hace años. Tienen una mayor velocidad de difusión e impacto que la información real, y normalmente son movidas por intereses políticos y/o económicos. Han estado presentes (y de hecho lo están) en el ecosistema mediático de los medios de comunicación tradicionales, aunque se suele achacar, sobre todo, a los medios digitales y a las redes sociales. En el caso de los medios de comunicación tradicionales, así como de algunos de los medios digitales, no se debe de olvidar que muchos de ellos (algunos, grandes protagonistas en la generación de información falsa) son financiados con dinero público.
Desde distintos ámbitos se alerta de esta proliferación aupada por el ingente uso de las redes sociales, que posibilitan que una gran variedad de actores puedan ser protagonistas y partícipes en la producción, generación y difusión de este tipo de contenidos. Asimismo, este hecho se enmarca en un contexto de auge del consumo de información mediante medios y plataformas digitales en la población en general, y en las generaciones más jóvenes en particular. Estas generaciones utilizan las diferentes redes sociales como medio de información prioritario en su día a día.
En este sentido, las redes sociales son una herramienta fundamental en la circulación de noticias falsas y desinformación. Particularmente, las que son consideradas cerradas, como WhatsApp, son plataformas primordiales en su difusión, pues le otorgan un mayor grado de veracidad y confianza, al ser difundidas por personas cercanas. Así, se ha contribuido a alimentar diferentes negacionismos mediante desinformación, como puede ser el caso del negacionismo de la violencia de género, el climático o el antivacunas, posibilitando además un incremento de los discursos de odio. Todo esto, además, ha sido aprovechado por ciertas fuerzas políticas que están teniendo un auge tanto en el Estado español como en otros territorios dentro y fuera de Europa.
Sin embargo, hay que destacar que no todos los actores tienen el mismo poder ni la misma capacidad de difusión ni de ser atendidos. En otras palabras, no es lo mismo, o al menos no tiene el mismo grado de difusión, que un contenido sea reproducido por una persona anónima que por un “prestigioso” periodista o por una autoridad pública. A este hecho hay que añadir la particularidad vivida en un contexto histórico y social como el actual, en el que ya no son solo actores humanos los que participan en el fenómeno, sino que además hay toda una serie de actores no-humanos que resultan fundamentales y necesarios en la amplificación de este. El uso de bots y cuentas falsas, así como el propio algoritmo de las diferentes redes sociales tienen una participación fundamental para que ciertos temas y contenidos tengan una mayor relevancia en el mundo digital, que puede acabar traspasando la frontera y tener incidencia y consecuencias en el mundo analógico.
Uno de los ejemplos más relevantes y sonados de las consecuencias que puede tener el uso de la desinformación de una forma amplificada es el del asalto al Capitolio de Estados Unidos en el año 2021. Además, en el caso del Estado español también se han visto ejemplos, como puede ser el asalto al Ayuntamiento de Lorca en 2022 por parte de ganaderos cuando se votaba una moción contra las macrogranjas que afectaría a las de nueva construcción. Toda esta fenomenología hay que encuadrarla en lo que algunas personas denominan como la era de la posverdad, en el contexto de la posmodernidad, donde importan más las emociones que los datos, el relato que los hechos. Un contexto en el que se generan “verdades alternativas” que pueden llegar a tener mayor incidencia que la propia facticidad. Estamos en un momento en el que la mentira y la verdad están en juego. Así, la mentira puede convertirse en la realidad socialmente vivida y percibida.
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